Visitamos por primera vez la sede de Cruz Roja en Elche. Quieren agradecer la donación de la Fundación Esperanza Pertusa a su programa de alimentos para familias en situación de pobreza. A pesar de que ha sido una iniciativa de mi madre, presidenta de la Fundación y faro de nuestras vidas, un catarro le ha impedido acompañarnos. El equipo directivo nos recibe con mucho calor y gran entusiasmo. Nos enseñan las instalaciones y nos van contando los distintos programas que llevan a cabo, al tiempo que nos van presentando al resto del equipo. Me detengo a hablar con algunas de las personas que trabajan allí, muchas de ellas voluntarias. Me intereso por el programa de prevención de Sida y el de administración de metadona en una rotonda de esta ciudad. Guardo en mi memoria una imagen de juventud de aquella rotonda, por la noche, seguramente tarde, al regresar a casa en fin de semana. Las veía allí, con sus chalecos rojos y sus tazas humeantes, respaldadas por una furgoneta con la puerta iluminada. Evocaba un belén. O un cuarto de estar. Una hoguera, quizá. Un lugar cálido y seguro para personas a las que seguramente nos daría miedo encontrar a solas a esas horas y a aquellas edades. La edad que hoy tienen mis hijas. No puedo dejar de sonreírle a la voluntaria que me cuenta sobre este programa. Me reconforta saber que siguen allí, cada noche.

La visita continúa. Salimos al exterior y observo en la entrada de la sede a un pequeño grupo de personas. Parecen usuarias. Alguna con bicicleta, todas con el aspecto de necesitar uno o varios de los muchos servicios que allí se ofrecen: alimentos, pañales, formación, asesoramiento jurídico, asilo, vivienda, conversación… Mi fatigosa curiosidad me lleva a tratar de imaginar cómo es una vida con tantas necesidades y me recorre un latigazo de alegría percibir el alivio tan inmenso que debe ser cruzar esta puerta. Mi mente dibuja un abrazo, la cruz se redondea, toda la sede se convierte en unos brazos acogedores que rodean y dan consuelo a ese grupo de personas que acude a solicitar ayuda. Vuelvo al evento. Voy a destapar una plaquita preciosa con el nombre de nuestra Fundación. Todo el equipo ha parado su actividad para acompañarnos. El Presidente nos dirige unas palabras de agradecimiento. Aplauden. Miro de reojo a la puerta y a ese grupo de usuarios que me observan ahora con profundidad. Regreso a la rotonda de aquel trayecto en coche de juventud. No es una rotonda cualquiera, es una frontera que separa la zona de vida digna de la del infierno. Y de pronto comprendo lo que hago aquí. Lo que hacemos aquí. Y no hacemos nada excepcional. Son ellos los excepcionales. Somos nosotros quienes debemos de dar las gracias por el trabajo que realizan cada día. Por el dolor y la ira que amortiguan con sus tazas de café humeante y sus conversaciones al calor de unas pastillas de metadona. Por los riesgos que atenúan con sus intervenciones en prevención de graves y costosas enfermedades físicas y mentales. Por la seguridad y estabilidad que dan al mundo. Porque con su trabajo, a menudo no remunerado y a menudo no reconocido, cambian el destino de vidas que impactan en el destino de otras vidas. Las rotondas no tienen lados: son círculos por los que transitamos todas las personas. Vivimos conectadas. Todos nos beneficiamos de la dedicación de estas personas, de su profesionalidad y de su generosidad. Y entiendo en ese momento, con la claridad de un cielo azul de medio día azotado por el cierzo, que es nuestra obligación apoyarles para que sigan existiendo.

A todas las personas que habéis decidido hacer de vuestra vida profesional un servicio a quienes lo necesitan, gracias infinitas. El mundo es mucho más bello por vuestro trabajo.

Feliz Navidad.

 

Esperanza Navarro Pertusa

Patrona Fundación Esperanza Pertusa